La PENultima sonrisa (antes ultima sonrisa)

viernes, octubre 10, 2008



RELATO DE AVENTURAS POR ECUADOR POR NACHO:

Hacer un relato completo de lo que pasó durante este viaje sería imposible, pero podemos intentar resumir algunas de nuestras aventuras.

En Quito vimos el centro colonial y las típicas iglesias y cosas turísticas que uno suele hacer. Quito tiene dos aromas, uno de ellos es el olor a gasolina mal quemada, que ciertamente no es demasiado placentero, pero el otro es el melancolico aroma de cosas que uno estaba acostumbrado a ver cuando era niño y parece que desaparecieron de su vida. Los niños jugando por las calles, los vendedores ambulantes, la gente sentada por todas partes, dejando el tiempo pasar.

Vimos algunas iglesias, lo que vino a confirmar lo poco que me gusta el barroco y el neoclásico. ¿Qué necesidad hay de rellenar cada centímetro cuadrado con panes de oros, figuritas, santurrones y uvas? ¿Por qué huir de la relativa sobriedad del románico y el gótico? Tantas iglesias con tantos altares con tanta filigrana y estatua de madera para distraerle a uno de lo que sea importante y rebautizarlo como "santo". Adoradores de madera, es lo que somos.

La comida, parecía componerse de alubias, arroz, plátano en todas sus variedas (10 decían tener), lentejas y Ceeeeerdo. Mucho cerdo para todo. Curiosa la distinción que hacen entre carne (ternera) y pollo y cerdo. Como si el pollo no fuera carne. Comer algo que saliera de raíces en vez de un huevo o un útero fue difícil. Menos mal que la fruta es barata: Casi dos kilos de plátanos por 50 céntimos de dólar. Ecuador es un país "dolarizado", es decir, su moneda oficial es el dolar estadounidense. Era el sucre tiempo atrás, pero lo cambiaron para evitar "hiperinflación galopante".

Desde Quito hicimos algunas excursiones para ver los lugares del entorno. Subimos al teleférico, subimos al Wua Wua Pichincha, fuimos al "Panecillo", al mercado central, donde probamos algunas frutas (ante la desaprobación de algunos del grupo menos dados a experiencias gastronómicas y con abundante miedo a "coger algo", supongo que refiriéndose a alguna cagalera monumental=.

Conocimos parte de la familia de unos amigos que son de allá, "disfrutamos" los beneficios de los autobuses urbanos (25 céntimos, espectáculo de vendedores subiéndose y bajándose a venderte de todo incluído en el precio), comimos "empanadas y bolas de verde", abundantes jugos de guanábana, taxo, granadilla, naranjilla, uvilla y alguna otra cosa más que acabe en illa, cuyos sabores no se parecen en nada ni tienen nada que ver con las granadas, naranjas y uvas, y cuyas texturas, al menos la de la granadilla, son de una curiosa y mucosa calidad...

En Quito, la madre de mi amiga, me hizo una curiosa pregunta: "¿Has comido alguna vez chochos?" Cuando, tras sonrojarme y atragantarme con lo que estaba comiendo en ese momento, dije que no creía haber comido lo que fuera que en Ecuador se llama chocho, me dijo "Mañana te comes los míos". Tras peguntar al amigo en cuya casa residimos si a él le gustaban los chochos, su respuesta también fue interesante: "No, son pegajosos y cuando les abres la cáscara sale algo húmedo". Finalmente logré comer chochos en un puesto callejero, que resultaron ser una especie de altramuces.

Subir al Pichincha fue toda una experiencia. A 4500 metros de altura cada paso me hacía sentirme como una intrépida, pero bastante añeja abuelita. El fuelle no me daba para mucho. Subir de 4000 a 4500 metros no es como subir de 1000 a 1500. Es como tener 50 años más. No sin esfuerzo logramos llegar bastante cerca de la misma cumbre, pero servidor dejó que Doña Espe y nuestro amigo continuaran un poco más: Extenuado, helado y con las manos doloridas y ateridas no me dio confianza trepar por unas rocas resbaladizas con un precipicio al fondo, pese a que la cima del Pichincha estaba tan solo a 50 metros de mi cabeza. Espe también decidió darse la vuelta, después de pasar las rocas, con la cima quizás solo a 20 metros.

Otro entretinimiento fue ir a Otavalo a comprar jerseis y bufandas. Hubo que desemplumar los hábitos del regateo. Un mismo objeto que a mi me costó 5, a una amiga la costó 12. Ella no hablaba español nativo y tenia facciones asiáticas. ¿Influiría? En Ecuador parece ser que hay que regatear por todo, hasta cuando te subes al taxi. De noche querían cobrarnos 8 dólares por una carrera (precio irrisiorio, en cualquier caso), pero decidimos que el precio justo eran 5. EL taxista decía que no, que 6 dólares (eramos además 5 en el taxi, más el conductor). Pues cuando el coche paró en un atasco nos bajamos sin más y cogimos justo el que venía detrás, que obviamente quedó convencido de que eran o 5, o nada.

En Quito está "la mitad del Mundo", monumento al ecuador puesto por los franceses, dicen. El verdadero ecuador parece situarse 20 metros al lado, según medidas más recientes por GPS. Ahí tienen un museo y otros divertimentos, como equilibrar un huevo crudo en un clavo en el ecuador, cosa que por alguna mística razón que mi doctorado en física no pudo comprender, dicen que es más fácil en el ecuador. Para sorpresa de otros y la nuestra propia, sólo Espe y yo fuimos capaces de lograr tamaña monumental proeza, que empequeñece otros logros de la humanidad como el descubrimiento del fuego y las partículas subatómicas.

Fuimos en Quito una tarde a la celebración con la familia ecuatoriana del casamiento en yanquilandia de unos amigos
de aquí. Como se habían casado en California y su familia no había podido estar, hicieron una pequeña recepción. Fue divertido, en parte porque, muy al contrario de España, hubo poca pitanza y mucho baile, incluyendo a una señora cuyo escote parecía haber sido labrado por erosión glaciar, que tuvo a bien sacarme a bailar e intentar enseñarme unos pasos.

Tras Quito, decidimos ir a Baños, y de Baños a la jungla. Un autocar por 3 dólares nos llevó las 4 horas de viaje (regateando, claro).

Baños es un pueblo precioso, tranquilo, relativamente auténtico. Un señor decidió darme un limón del tamaño de mi cabeza, todo por preguntarle si era una papaya o que coimes era tamaño fruto que colgaba de su árbol. Una niña (de unos 5 años) optó por comprobar mis cualidades como lector parándome en la calle para que la leyera un cacho de su libro del colegio. Tras aprobar mi lectura, me preguntó a quién iba a votar (eran justo elecciones en Ecuador en una semana). Cuando dije que no sabía aún (¿qué puede uno decir en estos casos?) ella me dijo muy segura: "Yo sí que se a quien voy a votar, a mi misma".

En Baño compramos algunos pijamas (regateando, claro), bebimos y sobrevivimos un jugo de caña de azúcar, hecho en el acto mediante el curioso procedimiento de coger un cacho de caña mugrienta con las manos desnudas y meterla una y otra vez en una máquina que producía un líquido de dudosa coloración. Estaba bien rico, y no nos sentó mal.

En Baños hicimos hiking por las laderas del volcán Tungurahua. Viendo abundantes plantas y curiosos paisanos, que dejaban sus actividades, algunas cuando menos interesantes (qué hace alguien picando en una entrada rocosa?), para decirnos hola, darnos la mano y desearnos un buen paseo. A la subida una señora también salió al paso a decirnos cuales eran sus ovejas y que si queríamos fuéramos a su bar que era "más barato que el de arriba".

Bajando las laderas del volcán en Baños decidimos entrar en el "bar" de la señora que habíamos encontrado a la subida. Una experiencia inolvidable. El bar resultó ser el lugar donde la señora y sus dos hijos vivían. Es difícil describirlo, pero las palabras "chamizo" o "chabola" dan una idea. En cualquier caso, en pocos sitios he estado tan a gusto tomando una botella de agua como allí. La señora irradiaba amabilidad y algo cercano a la felicidad o al menos al saber qué es uno y cual es su sitio en el mundo. Una vez que descubrió que me gustaban las plantas, empezó a contarme todos los usos de todas las plantas que crecían en su huerta, con gran sorpresa por mi parte al saber que todas esas cosas "verdes" que nunca antes había visto y que tomé por plantas silvestres, eran semi-cultivadas y se comían, de una u otra forma. Aprendimos también como su anterior gallo terminó en la cazuela por ser demasiado bravo y picar al personal. Como se murió su mascota tortuga al tirarse desde una mesa, como vendió a su anterior vaca por darla demasiado trabajo al tener que coger hierba para ella, como alimentaba a sus conejos y como sus ovejas no daban tanto trabajo. En todos sitios se aprende algo y, si bien la mente había entendido que "no es más rico el que más tiene sino el que menos necesita" el ver a esta señora y entrar en su vida durante un par de horas me hizo sentirlo también. Mientras conversábamos con ella su hijo partía un madero con un serrucho y su hija hacía un cochecito de juguete armada con una navajilla, palos, y una cesta, mediante el curioso procedimiento de tallar los ejes y las ruedas con madera y palos e incrustarlos en la cestita que hacía de "cuerpo" del coche. Al despedirnos nos siguió un rato por esos caminos de Dios y nos dió una fruta, parecida en aspecto a la papaya y en sabor al babaco, por la que no nos quería en principio cobrar nada. La vista desde la "ventana" era inmejorable: El pueblo al fondo y la ladera del volcán cubierta con la espesa vegetación.

Por la noche tomamos el "chivas". Un camión que te lleva al volcán de noche, subíendote al techo. Allí hay que mirar bien para esquivar todos los cables y ramas que cruzan la carretera... toda una experiencia.

Tras esto la jungla. Unos niños bañándose en pelota picada en un río. Pescando nuestra cena en una "piscifactoría". Viendo los peces enormes carnívoros que tenían allí. Después, un relajante paseo en canoa con un nativo por el río Puyo. Muy bonito y bucólico, con el agua lamiéndonos los dedos y las vegetación exuberante, los sonidos de los pájaros y del agua, el aire límpido y el cielo claro. Habríamos tenido muchas fotos que enseñar si no fuera porque, en uno de los rápidos del río, una ola tuvo a bien llenar de agua y hundir la canoa. Mientras nadábamos hacia la orilla nuestra cámara decidió hacer unas fotos submarinas de los peces que por allí pasaban, y para hacerlo usó también las gafas de uno de nuestros amigos que allí también estaban. Ahora la cámara (y las gafas del amigo) viajan lentamente hacia el río Pastaza, que desemboca en el Amazonas, donde las pirañas podrán, con las gafas de nuestro amigo puestas, ver nuestras fotos y reirse un poco de nosotros.

Después del baño andamos por la selva. Vimos plantas, insectos, hormigas (de las cuales comimos algunas de las cortadoras de hojas, que saben como a mantequilla y son bastante crujientes, todo hay que decirlo), un pueblo nativo, convertido en parte en zoo para rostros pálidos como nosotros, donde una niña comía hormigas que había cogido, mientras otros gritaban en mitad español mitad en quechua jugando al fútbol ante la atenta mirada de una joven que iba con su hijo a un lado y su pecho desnudo al otro, por eso de si al niño le apetecía un snack.

La noche en la selva es algo interesante. No por los insectos, que podrían ser útiles para ponerlos detrás del arado, ni por la oscuridad de la cabaña, donde no hay una luz en quien sabe cuantos kilómetros a la redonda, sino por el sonido. No recuerdo haber dormido en ningún sitio más "naturalmente" ruidoso. La coral de grillos debía haber decidido hacer un concurso con los saltamontes declamantes, todo ello amenizado por la croante percusión de los sapos del lugar. Algún escuadrón de cigarras también debía estar opinando por allí. En cualquier caso, arrumado por el sonido, y para mi sorpresa, me dormí en seguida en el sueño profundo del simio que, por fin, está de vuelta en casa.

El día siguiente fuimos andando por la selva para bañarnos en una cascada que había producido una especie de piscina pequeña. El agua caía desde unos 30 metros de altura, y aunque nadé cerca de ella intuí que meterse debajo sería desde doloroso hasta suicida. No obstante, bordeándola la logre ver "desde atrás". Toda una experiencia. Después, más paseo, balancearnos por las lianas como tarzán, y ver más bichos y plantas. Termitas, enormes escarabajos, una araña gigante (como una mano) y peluda que andaba por el agua, lagartos, etc. También comimos un cacho de una orquídea o algún tipo de bromeliácea que sabía como a refrescante limón.

Tras la selva volvimos a Quito. Quedaban ya pocos días, uno decidimos ir a ver las ruinas Incas de Rumicucho, y de paso hablamos con los arqueólogos del lugar, y el otro ir a Papallacta. La idea era subir al volcán y luego bajar durante 6 horas montaña a través hasta las termas de Papallacta. La altura se interpuso en mi camino y nada más bajar del autobús casi en la cima de la montaña el cuerpo decidió que no quería ir por el monte, así que un amable paisano nos bajó en coche hasta las termas algo menos de un kilómetro (en altitud!!) más abajo. Quizás también influyó el tener que ir levantado en el autocar durante todo el trayecto, porque estaba hasta la bandera, o los olores algo agresivos de dicho trasnporte.

En las termas, recuperado de los percances de altitud, nos relajamos y disfrutamos de las calientes aguas del volcán, y de las heladas del río. Es interesante ver como la diferencia entre "placer" y "tortura" a veces no está tan clara.

Fin.

Queda solo por decir que en Ecuador les encantan los nombres de comida compuesto como salchipapa, cevichocho (vaya nombrecito), pollipapa, choripan y tociburguer. También los eslóganes con adverbio, como deliciosamente confiable y ecuatorianamente refrescante.

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